Este artículo repasa las premisas y objetivos básicos
de los programas de reducción de riesgos y daños
asociados (PRRD), señalando la necesidad de formación
específica de los profesionales sanitarios para poner en
marcha intervenciones eficaces de salud pública con los
usuarios de drogas en el marco de estos programas. Con respecto
a las estrategias específicas para la consecución
de los PRRD, se presentan las distintas modalidades de intervención:
programas de mantenimiento con metadona y con otros agonistas
opioides, programas de dispensación de otras sustancias
psicoactivas, programas de consumo de menor riesgo y programas
de promoción de un sexo más seguro, señalando
objetivos, ventajas y desventajas. Asimismo, se plantean los diferentes
contextos de intervención de estos programas, y se concluye
en la necesidad de plantear desde los servicios de atención
a drogodependientes una oferta plural, eficaz, individualizada
y en relación con el momento personal de cambio del sujeto
para lo cual la formación de los profesionales y la evaluación
de los programas que se pongan en marcha va a ser fundamental.
This paper revise the premises and basic objectives of harm reduction
Programmes. It point out the need of a specific trainning for
sanitary professionals to implement effective public health interventions
with drug users. In relation to specific strategies in this framework
we undertake the different kind of interventions like methadone
and other substances maintenance Programmes and less risk drug
use and safe sex Programmes, showing objectives, advantages and
disadvantages of them. We show the need to offer plural, effective
and individualizes programmes to drug users in relation to their
personal change moment. To reach these kind of interventions is
essential the trainning of the professionals and the evaluation
of the programmes.
1.- Historia y aspectos conceptuales de los Programas
de Reducción de Daños
A lo largo de la historia, la manera de conceptualizar el uso
de sustancias en el mundo occidental ha ido cambiando. Lo que
en un primer momento se consideró un problema moral y llevó
a la puesta en marcha de políticas centradas en la penalización
del consumo y en la "guerra contra las drogas", dio
paso a la concepción del fenómeno como un problema
médico-sanitario, y dio lugar a los primeros tratamientos
que se desarrollaron hasta los años 80 basados fundamentalmente
en el cese del consumo y la rehabilitación, dando gran
importancia a la prevención.
Ambas conceptualizaciones están de acuerdo en que el
objetivo final es reducir y eliminar el consumo de drogas, insisten
en la abstinencia total como único resultado aceptable
(tanto del encarcelamiento como del tratamiento) y diseñan
estrategias comunicativas (mensajes) y comportamentales (acciones)
destinadas a conseguir su objetivo.
El concepto "Reducción de Daños" como
estrategia de intervención ante los problemas derivados
del abuso de drogas no comenzó a usarse hasta finales de
los años 80 como respuesta a la importancia que adquirieron
los problemas asociados al consumo, especialmente la epidemia
del Sida entre los usuarios de drogas inyectadas (UDIs) en los
países occidentales, marcando una clara diferencia en la
incidencia y prevalencia de la infección por VIH entre
aquellos países y/o regiones que habían comenzado
anteriormente con programas de reducción de daños
y aquellos cuyos objetivos estaban orientados a la abstinencia;
y la comprobación de que las iniciativas puestas en marcha
en base a los modelos anteriores no habían logrado uno
de sus objetivos fundamentales: mantener a los UDIs en tratamiento
y conseguir que abandonen el consumo.
Así, el objetivo deja de ser únicamente la abstinencia
en el uso de sustancias (que ya no se plantea como condición
sino como opción) y pasa a ser también, disminuir
los riesgos y los daños asociados al consumo. La idea central
es que "los riesgos y daños asociados al consumo son
tanto o más importantes que la adicción a una sustancia
per se" y que "el consumo de drogas no implica necesariamente
la aparición de problemas" (Marlatt, 1998).
Sin embargo este modelo no sólo implica un cambio en
los objetivos planteados y por tanto en las estrategias a poner
en marcha, sino que implica también (y previamente) un
cambio en la filosofía que subyace a estas estrategias,
es decir, exige un cambio en las creencias, las actitudes, los
pensamientos y los discursos en relación con los PRRD.
Así, algunas premisas básicas de este modelo son:
a) Se acepta la evidencia de que las personas continuarán
consumiendo drogas, de que no todos los consumidores de drogas
están en condiciones de realizar un tratamiento de desintoxicación
(porque no pueden o no quieren) y de que muchos de los que consumen
no se acercan ni contactan con los servicios sanitarios (existiendo
un período de latencia prolongada entre el consumo regular
de una sustancia y por ende, de los riesgos y daños asociados,
y la demanda de atención en los centros de tratamiento).
En esta línea, podríamos definir el uso de drogas
como un fenómeno complejo y multicausal, que supone un
"continuum" desde la abstinencia hasta la dependencia,
desde la ausencia de problemas hasta los riesgos y daños
más graves y vitales; lo que conlleva ampliar las intervenciones
a todos los momentos del proceso.
b) Debe tenerse en cuenta que los riesgos derivados del consumo
de drogas son diversos y dependen de diferentes factores como
son: el tipo de droga consumida, la frecuencia y la cantidad,
cómo se administra, las circunstancias físicas
y sociales de este consumo, y las políticas sociales
para reducirlo. Es importante señalar que en algunos
casos las políticas para reducir este consumo pueden
aumentar el riesgo asociado con el uso de drogas, como cuando
sólo se ofrecen servicios dirigidos a la abstinencia.
La reducción de riesgos si bien es compatible con la
creencia de que cada uno tiene el derecho de consumir drogas
si lo quiere, reconoce que la mayoría de las drogas producen
dependencia fisiológica y/o psicológica y que
el consumo de drogas perjudica la salud.
c) Muchas veces, los problemas asociados al uso de drogas,
se deben más a los hábitos y patrones de consumo
que a los efectos de las drogas en sí mismas, no siendo
tan importante qué se consume sino cómo se consume.
Así, muchos de los riesgos relacionados con las drogas
pueden ser eliminados con éxito sin reducir necesariamente
el consumo de éstas.
d) Los daños asociados al consumo de drogas son multidimensionales.
El receptor del daño puede ser el propio individuo, su
contexto grupal próximo (familia, amigos, vecinos) o
la comunidad en general, por tanto, las estrategias a poner
en marcha para disminuir los daños deben tener en cuenta
distintos niveles: individual, grupal, social y político.
e) La reducción de riesgos no se plantea como una medida
opuesta a la abstinencia, sino como complementaria y facilitadora
de éste y de otros objetivos a medio y a largo plazo.
f) Se promueve la competencia y responsabilidad de los propios
consumidores de drogas, incluyendo, pero no limitándose
al consumo de sustancias. Para ello se solicita la opinión
de los propios consumidores en el diseño de las políticas
y programas creados para responder a sus necesidades y se promueve
su participación activa en los mismos, potenciando su
formación como agentes de salud.
Distintos autores (Colom et al. 1999, Insúa 1999, Marquez
y Póo, 1999) están de acuerdo en que los objetivos
primordiales para el enfoque de reducción de riesgos son:
a) disminuir la morbimortalidad.
b) disminuir la transmisión de la infección
por VIH, VHB y VHC desde, entre y hacia los usuarios de drogas.
c) incrementar la toma de conciencia de los usuarios de drogas
sobre los riesgos y daños asociados a su consumo (sobredosis,
accidentes, comorbilidad psiquiátrica, etc.).
d) disminuir los riesgos y daños asociados al uso de
drogas, así como las conductas sexuales de riesgo entre
los consumidores de drogas.
e) aumentar la calidad de vida de los usuarios de drogas.
f) favorecer la accesibilidad de los usuarios a la red asistencial
y a la comunidad de servicios.
g) incrementar la retención en los tratamientos.
Para hacer realidad estos objetivos, uno de los aspectos más
importantes es la formación de los profesionales que trabajan
en los servicios de atención a las drogodependencias. Por
qué hablamos de formación de profesionales?
Muchas veces nos encontramos con que, a pesar de que los profesionales
tienen los conocimientos específicos (sobre la transmisión
del VIH, sobre las conductas preventivas, sobre las sustancias,
etc.), fallan a la hora de diseñar y/o aplicar Programas
eficaces para el cambio conductual basados en la filosofía
de la reducción de riesgos. Qué sucede entonces?
Sabemos que la información es un elemento necesario pero
no suficiente y que lo importante no es dar información
sino cambiar conductas con la información. No sirve decir
lo que hay que hacer sino facilitar las habilidades necesarias
para hacer.
Sin embargo la adquisición, modificación y/o eliminación
de hábitos no es una tarea facil a pesar de que las personas
tengan la información necesaria, y si queremos cambiar
los comportamientos, tenemos que trabajar no sólo con las
variables teóricas que están asociadas al cambio
de los mismos, sino también trabajar con la metodología
que se ha demostrado más válida para el objetivo
que se quiere conseguir.
Distintos modelos teóricos señalan de una serie
de factores asociados a la adopción de comportamientos
de riesgo para la salud y han sido aplicados a las conductas relacionadas
con la transmisión del VIH. Así, el Modelo de la
Acción Razonada (Ajzen y Fishbein, 1977; 1980); el Modelo
de la Acción Planificada (Ajzen y Madden, 1986; Shifter
y Ajzen, 1985); el Modelo de Creencias de Salud (Becker, 1974);
el Modelo de Prevención de Recaídas (Gibbons, McGobern
y Lando, 1991); el Modelo PRECEDE (Green, 1974); la Teoría
de la Autoeficacia (Bandura, 1977a; 1977b); el Modelo de Fases
de Cambio (Prochaska y DiClemente, 1983; 1992); el Modelo de Reducción
de Riesgo de Sida (Catania et al., 1990) y el Modelo de Reducción
de Riesgo de Sida Modificado (Ehrhardt et al., 1992) explican
suficientemente por qué la información sóla
no sirve.
Al margen de sus diferencias, los modelos están de acuerdo
en que si queremos incidir en las conductas, vamos a tener que
trabajar una serie de variables que están asociadas a la
modificación de los comportamientos, que no tienen que
ver con la información sino con las intenciones, las creencias,
las emociones, las habilidades personales, las normas, y las representaciones
compartidas por una determinada población sobre un determinado
fenómeno. Y para modificarlas, va a haber que desarrollar
estrategias comunicativas y de intervención específicas.
Pero antes de poder poner en marcha intervenciones que respeten
la filosofía de la reducción de riesgos, los profesionales
van a tener que poner en cuestión su propia conceptualización
de las drogas y de las drogodependencias, de los tratamientos,
de los objetivos de los mismos, de la necesidad de evaluar las
intervenciones para corroborar que cumplen los objetivos y mejorar
sus defectos.
Por eso va a ser importante formar a los profesionales. Porque
estas dos cuestiones (las propias actitudes y conductas y la teoría
y metodología adecuadas para diseñar intervenciones
de reducción de riesgos) exigen una formación específica
(de Crespigny, 1996; del Río, 1998; Insúa y Grijalvo,
1999).
El modelo de reducción de los riesgos y daños
asociados al consumo, asume los principios de las intervenciones
eficaces de salud pública con usuarios de drogas; señalando
que estas intervenciones deben tener un enfoque escalonado, jerárquico
y pragmático, combinando la prevención primaria
(prevención y tratamiento por uso de sustancias), la prevención
secundaria (prevención de los riesgos asociados a la conducta)
y prevención terciaria (prevención de la enfermedad
en aquellos individuos ya infectados).
Por otro lado, estas intervenciones que deben realizarse a múltiples
niveles, porque múltiples son los niveles que están
en relación con el uso de drogas (Insúa y Moncada,
2000a; 2000b; Room, 1999).
Así, deben promover el cambio a nivel individual, pero
también grupal, social y político. El individuo
existe en su grupo, se comporta en su grupo, asume las normas
de su grupo de pertenencia. Este grupo va a marcar qué
comportamientos se consideren lícitos y cuáles se
reprueben, qué identidad se refuerce y cuál se desprecie,
a qué filosofía de consumo se adhiera el sujeto
y qué salidas se contemplen. Por eso va a ser fundamental
trabajar con el grupo de usuarios, integrarles en los programas
y en las iniciativas de intervención, formarles como agentes
de salud desarrollando estrategias tipo "boule de neige".
El trabajo con los iguales hace evolucionar las normas de éstos
en materia de conducta sexual y uso de drogas, y contempla tanto
los cambios de comportamiento en el grupo como los individuales.
Asimismo, va a ser fundamental el cambio social, porque el individuo
y el grupo están insertos en una comunidad que puede estar
o no receptivas para las iniciativas de salud pública en
la forma de programas de reducción de riesgos. La posibilidad
de poner en marcha determinadas intervenciones puede verse frenada
por una comunidad no informada y temerosa.
Los cambios a nivel político son necesarios para posibilitar
el diseño y la puesta a prueba de Programas innovadores,
que si bien van a tener que ser evaluados y contrastados en diseños
rigurosos que cumplan los requisitos metodológicos, necesitan
apoyos políticos para poder empezar. No podemos olvidar
que la eficacia de las intervenciones de salud pública
también tiene que ver con el contexto legal y estructural.
Donde existan leyes que castiguen las drogas o se exija la abstinencia
del uso de drogas, o donde haya farmacias que se niegan a vender
preservativos y/o jeringuillas a determinadas personas o a determinadas
horas, podría ser difícil, por ejemplo, desarrollar
intervenciones de salud pública. Por eso, para realizar
intervenciones eficaces de salud pública es necesaria la
colaboración de los que pueden influir en las políticas
públicas, favoreciendo las intervenciones que asumen los
principios de la reducción de riesgos. Las evidencias a
escala internacional vinculan la prevención de las consecuencias
adversas asociadas con el uso de sustancias a desarrollos políticos
pragmáticos orientados a la preservación de la salud
pública. Por ejemplo, en Francia, para poder vender jeringuillas
en las farmacias sin prescripción médica, hizo falta
cambiar la ley que lo penalizaba; otro ejemplo más cercano,
lo tenemos en los Programas de Intercambio de Jeringuillas (PIJs)
que se han puesto en marcha en distintas prisiones del Estado,
en las que, en este momento, tener una jeringuilla del programa
no es ilegal.
Por otro lado, además de informar, las intervenciones
de salud pública tienen que proporcionar los medios necesarios
para el cambio hacia conductas sin riesgo, pero también
tienen que ayudar a desarrollar habilidades personales que faciliten
los cambios conductuales (decíamos anteriormente que saber
lo que hay que hacer no siempre determina lo que se hará.
Muchas veces incapacidades personales, costes psicológicos
o riesgos inmediatos reales, dificultan o impiden la realización
de comportamientos sin riesgo).
Asimismo, las intervenciones eficaces de salud pública,
van a requerir cambios en los servicios sanitarios, acercándolos
a los usuarios, mejorando su disponibilidad y accesibilidad, trabajando
con usuarios en activo (que no pueden o no quieren dejar de consumir),
y que buscan modelos de intervención específicos
para su momento personal con la sustancia.
Una cuestión importante que va a tener en cuenta el modelo
de reducción de riesgos, es el momento de cambio personal
en que se encuentre un sujeto o un grupo con respecto a la/s conducta/s
de riesgo. No podemos olvidar que la motivación para modificar
una determinada conducta de riesgo o iniciar un comportamiento
preventivo, varía entre las personas y en una misma persona
a lo largo del tiempo. Según Prochaska y Prochaska (1993)
el proceso de cambio para la adopción de una nueva conducta
implica cinco etapas:
a) Precontemplativa. Se da cuando no hay una verdadera intención
de cambio.
b) Contemplativa. Se empieza a considerar la posibilidad de
cambiar, pero no hay un compromiso de pasar a la acción.
c) Preparación o disposición al cambio. Existen
en la práctica algunos pequeños cambios observables
de comportamiento Con frecuencia se han llevado a cabo algunos
intentos de cambio sin éxito en los meses precedentes.
d) Acción. Supone cambios observables del comportamiento
y requiere una considerable inversión de tiempo y energía.
Características principales que definen esta fase son:
a) esfuerzos observables y significativos para conseguir el
cambio; y b) modificación de la conducta diana de acuerdo
con un criterio previamente establecido.
e) Mantenimiento. El esfuerzo se centra en prevenir la recaída
y consolidar los cambios logrados en la fase anterior.
Los precontempladores asimilan menos la información sobre
sus problemas y no se preocupan por los aspectos negativos de
los problemas que les afectan; de hecho, son los que se muestran
más resistentes a la intervención psicoterapéutica
y a los mensajes de los profesionales de la salud. Los individuos
que se encuentran en la fase contemplativa, por su parte, empiezan
a mostrarse sensibles a las observaciones, confrontaciones e
interpretaciones. En los que se encuentran en la fase de preparación
se incrementan los procesos de cambio cognitivo y afectivo,
a la vez que empiezan a intentar reducir los comportamientos
de riesgo. En la fase de acción, se incrementa la utilización
de estas estrategias conductuales lo que genera importante estrés.
Finalmente, en la fase de mantenimiento, aparece, por una parte,
la valoración de las circunstancias que aumentan la probabilidad
de una recaída y, por otra, un sentimiento incrementado
de autoestima por haber conseguido llegar a ser la persona que
cada uno se proponía ser. Asimismo, es interesante señalar
la correlación entre el avance por las etapas de cambio
y la autoeficacia (Bandura, 1977b, 1986; Villamarin, 1994) respecto
a las conductas de prevención. Los precontempladores
son los sujetos que muestran un nivel más reducido de
autoeficacia, y los mantenedores un nivel más elevado.
Así, la filosofía de la reducción de riesgos
supone un marco teórico que integra como objetivos la necesidad
de asumir la formación de los profesionales sanitarios
que trabajan con la población de usuarios de drogas, adecuar
los programas que se ofrezcan a los criterios de eficacia de las
intervenciones de Salud Pública y considerar el momento
de cambio personal del sujeto usuario para orientarle hacia el
programa idóneo para él.
Si bien en un primer momento la necesidad apuntada por distintos
autores de ofrecer servicios sanitarios y sociales orientados
a la reducción de los riesgos asociados al consumo generó
diferentes posicionamientos a favor y en contra, actualmente se
reconoce como indispensable este tipo de abordaje en los servicios
que están en contacto con UDIs, valorando asimismo la necesidad
de ofrecer un abanico de intervenciones que contemplen distintos
tipos de objetivos en el continuum abstinencia-dependencia y en
relación con el estado y momento personal de cambio del
sujeto.
2.- Tipos de Programas de Reducción de Riesgos
Existen distintas modalidades de intervención en el marco
de la reducción de riesgos y daños asociados:
a) Programas de Mantenimiento con Metadona (PMM):
La metadona es un derivado opioide que comparte todas sus
propiedades farmacológicas con la morfina. Como opiáceo
de sustitución tiene una serie de ventajas, entre ellas:
que se administra por vía oral, ya que la absorción
es buena y rápida, eliminando los riesgos de la vía
inyectada; que tiene una vida media larga -según los
autores entre 13 y 55 horas - y por lo tanto solo es necesario
administrarla una vez al día (Hevia y Zunzunegui, 1999);
y que bloquea la euforia que se busca con la heroína
ilegal (Colom et al, 1999).
Los PMM son los más utilizados y los que han sido más
investigados entre los programas de sustitución con opioides.
Su efectividad se basa en que alcanza tres objetivos orgánicos
claves: neutraliza el síndrome de abstinencia a opiáceos,
suprime el craving e inhibe la euforia que se consigue con la
heroína.
Son los Programas que muestran las tasas más altas
de retención de pacientes en tratamiento, que oscilan
entre el 60% y el 95% según distintos estudios (Duró,
Casas y Colom, 1994; Rosenbach y Hunot, 1995; Martin-Zurimendi
et al, 1997). La importancia de este dato radica en que el contacto
del usuario con el centro de tratamiento es uno de los objetivos
básicos que persiguen los programas de reducción
de riesgos, encontrando una alta correlación positiva
entre permanencia en el tratamiento y evolución. El mismo
patrón se encuentra con distintas patologías:
drogodependencias (Payte y Khuri, 1997), alcoholismo (Rodriguez-Martos,
1989), trastornos de alimentación (Grijalvo, Insúa
e Iruin, 2000).
El éxito de los PMM parece estar más en relación
con las características asistenciales que con características
del sujeto en tratamiento. Aunque ciertos autores concluyen
que la retención está más en relación
con la flexibilidad e individualización de la dosis que
con la dosis diaria en términos absolutos, predominan
los trabajos que muestran una correlación positiva clara
entre dosis y retención en tratamiento (Simpson, 1981;
Strain et al., 1993; Torrens, Castillo y Perez-Solá,
1996). Se considera la dosis eficaz más baja los 50 mg/día,
aunque por debajo de 60 mg disminuyen drásticamente las
tasas de retención.
Asimismo, existen trabajos que muestran una clara correlación
negativa entre la dosis empleada y el consumo de heroína
(Caplehorn et al., 1993; 1994) señalándose que
con dosis de entre 80-120 mgs/día la mayoría de
los pacientes se encuentra estabilizado (Herman y Appel, 1992).
Otros factores que influyen en las altas tasas de retención
son el facil acceso al tratamiento, la accesibilidad física
del centro y horarios adecuados, la accesibilidad de los miembros
del equipo, la calidad y permanencia del personal, el apoyo
psicosocial, la diversidad de los servicios ofrecidos, la posibilidad
de llevarse las dosis a casa (take-home) y la orientación
del Programa a medio/largo plazo (incluso indefinido) (Colom
et al, 1999; Clatts y Beardsley, 1992; Pani et al., 1996; Rhoades
et al., 1998).
En este sentido, se ha demostrado que los conocimientos, actitudes
y conductas de los profesionales que trabajan en los PMM van
a ser determinantes en la retención en el tratamiento
encontrando algunos estudios una correlación mayor entre
orientación del profesional hacia la abstinencia y riesgo
de abandono del tratamiento por parte del paciente (Caplehorn,
Irwig y Saunders, 1996; Caplehorn, Hartel e Irwig, 1997; Caplehorn,
Irwig y Saunders, 1997). También esta cuestión
refuerza la necesidad ya comentada de que uno de los objetivos
fundamentales es la modificación de las actitudes y conductas
de los profesionales potenciando los Programas de formación
continuada.
Por otro lado, está documentado que los PMM disminuyen
los episodios de sobredosis y algunos riesgos asociados a la
conducta de inyección (menor número de inyecciones
y menor compartición del material de inyección),
disminuyendo asimismo las tasas de morbimortalidad (Farrell
et al, 1994; Wells et al., 1996).
Desde el inicio de los años 70 es el tratamiento de
elección para las mujeres embarazadas dependientes de
opiáceos (Kaltenbach et al, 1997).
En períodos de estabilización global del sujeto
se ha encontrado una disminución del consumo de otras
sustancias como benzodiacepinas, cannabis y alcohol (Póo
et al, 1997) y distintos estudios han demostrado que los sujetos
en PMM presentan tasas de seroconversión del VIH inferiores
a sujetos que no están en tratamiento por su adicción,
confirmando que los PMM protegen contra la infección
por VIH (Hartel y Schoenbaum, 1998; Metzger et al., 1993).
Está comprobado también un incremento en la
calidad de vida (Torrens et al., 1997) y la adherencia a la
profilaxis y tratamiento contra la tuberculosis en los pacientes
que acuden a los PMM (Gourevitch et al, 1996; O’Connor et al,
1999).
Podemos concluir que actualmente el uso de metadona es seguro
e idóneo para personas dependientes de opiáceos,
no habiéndose encontrado efectos adversos importantes
en estudios de seguimiento a largo plazo. Además, los
costes por tratamiento son muy baratos comparados con el de
los adictos que no están en tratamiento.
A pesar de la unánime opinión positiva sobre
los PMM, hay una serie de cuestiones negativas que es necesario
abordar: algunos usuarios aumentan su consumo de otras sustancias
(especialmente alcohol y cocaína), continúan con
los comportamientos de inyección y existe un desvío
al mercado ilegal de una parte de la metadona dispensada.
Esta realidad nos obliga a tener en cuenta planteamientos
integradores en el abordaje de las drogodependencias, y la coexistencia
de una oferta de programas en los servicios. Se ha demostrado
que los usuarios de PMMs que participan simultáneamente
en programas de intercambio de jeringuillas, disminuyen significativamente
sus conductas de riesgo de inyección (Schoenbaum, Hartel
y Gourevitch,1996). No podemos plantearnos los programas como
compartimentos estancos, excluyentes unos con otros, sino que
el sujeto debe poder utilizar distintos programas complementarios
a la vez. Que su programa primario sea un PMM u otro, no quiere
decir que no pueda participar en programas de prevención
de recaídas, en intercambio de jeringuillas, en talleres
de prevención de sobredosis o en programas de sexo más
seguro.
b) Programas con otros agonistas opiáceos:
1) El Levo-Alfa-Acetil-Metadol (LAAM) fue aprobado en Estados
Unidos por la Food and Drug Administration (FDA) en 1993, considerándolo
seguro y eficaz para el tratamiento del mantenimiento con opiáceos.
Se administra por vía oral, pero a diferencia de la metadona
no requiere dosis diaria, sino que debido a su larga vida media
(aproximadamente 72 horas) , debe ser dispensado cada dos o
tres días. Esto lo haría especialmente indicado
para aquellos usuarios a los que el acudir diariamente a recibir
su dosis diaria de metadona les crea problemas laborales, familiares
o de movilidad.
Este fármaco parece tener un efecto más suave
que la metadona, lo que supone también una menor sensación
de sedación y euforia. Es poco eficaz por vía
intravenosa, con lo cual disminuye su demanda desde el mercado
ilegal. Sin embargo, la desventaja que presenta frente a la
metadona, es que las concentraciones plasmáticas correctas
para hacer efecto se alcanzan a las dos o tres semanas de tratamiento
lo que puede provocar la utilización de otros opiáceos
durante el período de estabilización por parte
de un usuario insatisfecho con un tratamiento sin efecto inmediato.
Por eso algunos autores recomiendan iniciar el tratamiento mediante
una estabilización previa con metadona y efectuar el
cambio a LAAM en una segunda fase (San et al., 1999).
Recientemente ha sido aprobado por la Comisión de Bruselas
para su utilización en la Union Europea, y en diferentes
CC.AA. del Estado se ha empezado a dispensar LAAM en estudios
experimentales cuya evaluación permitirá considerar
este fármaco como una opción terapéutica.
2) La buprenorfina es un agonista parcial que se ha utilizado
desde hace años como sustitutivo opiáceo para
los adictos a éstos. Presenta un marco de uso más
flexible que la metadona puesto que por su acción agonista-antagonista
no puede provocar sobredosis, pero si puede ser inyectada la
preparación sublingual. En algunos paises de Europa (como
Francia) es ampliamente utilizada y en nuestro país lo
fue hasta que se autorizó el mantenimiento con metadona.
Algunos estudios señalan su adecuación en mantenimientos
cuando al uso de opiáceos se asocia el de cocaína
(Schottenfeld et al., 1997).
3) La codeína (agonista puro) ha sido utilizada en
algunos países durante la prohibición de la metadona
como fármaco de sustitución. Hay autores que señalan
su uso en Alemania con estas características (Markez
y Póo, 1999). En nuestro país ha sido utilizada
por los adictos a heroína muchas veces como sustitutivo
"facil de conseguir" ya que aparece como componente
de una cantidad de fármacos antitusígenos. No
hay referencias que señalen el mantenimiento reglado
con codeína como opción terapéutica.
4) Actualmente existe un debate importante en torno a los
programas de prescripción de heroína (Hevia y
Zunzunegui, 1999; Perneger et al., 1998; Satel y Aeschbach,
1999; Trujols, 2000). Desde que la evaluación del ensayo
realizado en Suiza concluyó que el programa de mantenimiento
con heroína era adecuado y clínicamente efectivo
para los usuarios de heroína que habían fracasado
en los programas de mantenimiento convencionales, distintas
voces se alzaron bien para criticar la rigurosidad metodológica
del estudio, y por tanto sus conclusiones (Ali et al., 1999;
Satel y Aeschbach, 1999), bien para justificar la necesidad
de una puesta en marcha inmediata de más ensayos controlados
en distintos países (Hevia y Zunzunegui, 1999; Trujols,
2000).
La heroína es un derivado de la morfina que por su
alta liposolubilidad atraviesa facilmente la barrera hematoencefálica,
llegando antes al cerebro que la morfina (Way et al, 1960; 1965),
alcanzando mayores concentraciones y ejerciendo una intensa
acción euforizante. El 68% de la heroína intravenosa
es absorbida en el cerebro frente al 5% de la morfina intravenosa
(Oldendorf et al., 1972). Aunque la heroína es rápidamente
absorbida por el cerebro a través de todas las vías
de administración, sus efectos más evidentes y
reforzadores se obtienen a través de la vía parenteral
porque a través de ésta alcanza su punto máximo
de acción en menos de 1 minuto (Inturrisi et al, 1984),
sin embargo cuando se cambia la vía de administración,
sus efectos no difieren mucho de los de otros agonistas puros.
Según distintos autores la necesidad de poner en marcha
programas de prescripción de heroína se basa en
el fracaso de algunos usuarios en los programas de mantenimiento
disponibles, inlcuso aquellos que utilizan presentaciones inyectables
de morfina y metadona (Derks, 1995; Uchtenhagen et al., 1997),
señalando que probablemente para determinados usuarios,
la sustancia eficaz sería la heroína.
Las ventajas que se señalan para la distribución
controlada de heroína frente a otro tipo de programas
de mantenimiento, reside sobre todo en alejar su consumo de
la exclusión, reduciendo la delincuencia vinculada a
los mercados ilegales y estabilizando el numero de consumidores
al no necesitar éstos traficar con drogas. Asimismo se
sugiere que también estos programas podrían reducir
los episodios de sobredosis de opiáceos debido a la impureza
de la sustancia que se consigue ilegalmente. No obstante, debemos
señalar que la mayoría de las sobredosis se producen
por uso combinado de drogas (heroína, alcohol y benzodiacepinas
especialmente) siendo este uso simultáneo y la vía
parenteral los mayores factores de riesgo para una sobredosis
(Darke, Ross y Hall, 1996; Oppenheimer et al., 1994; Richards,
Reed y Cravey, 1976; Ruttenber et al., 1990; Zador, Sunjic y
Darke, 1996).
Así, desde determinadas instancias se sostiene no descartar
a priori los programas de mantenimiento con heroína,
sino diseñarlos e implementarlos de forma que permitan
su evaluación rigurosa y la obtención de conclusiones
fiables sobre su efectividad.
c) Programas de dispensación de otras sustancias psicoactivas:
Históricamente los Programas de mantenimiento se plantearon
también para sustancias no opiáceas (Minno, 1994).
Existen estudios que han demostrado la posibilidad de mantener
un uso a largo plazo (reglado y supervisado) de cocaína
sin daños en la salud (Brown y Middlefell, 1989; Henman,
1995). Estos estudios demuestran que la sustancia es un factor
necesario pero no suficiente para el desarrollo de una adicción.
Actualmente, existen en estudio programas de dispensación
de otras sustancias, fundamentalmente anfetaminas. Las ventajas
que se señalan son las mismas que las de los programas
con agonistas opioides: detección y control de usuarios
no registrados previamente, retención de los usuarios
en los servicios, reducción de la cantidad y frecuencia
del uso ilícito de la sustancia, reducción del
uso de benzodiacepinas y de otros psicofármacos no pautados,
reducción del dinero gastado en drogas ilegales, reducción
de la frecuencia y de los comportamientos de riesgo de inyección
(McBride et al., 1997).
d) Programas de consumo de menos riesgo:
Entre ellos se encuentran:
1) Los Programas de Intercambio de Jeringuillas (PIJs) que
se pueden realizar desde diferentes lugares: farmacias, equipos
móviles con educadores y "agentes de salud"
en la calle, centros de atención primaria, servicios
de urgencia de hospitales, centros penitenciarios, etc..
Está ampliamente documentado que estos programas permiten
disminuir la transmisión de enfermedades infecciosas
como el SIDA, las hepatitis y otras (Des Jarlais et al., 1996)
y que disminuyen la realización de muchos comportamientos
de riesgo asociados a la inyección, como es compartir
jeringuillas, prestarlas y pedirlas a otros (Bluthental et al.,
2000).
Asimismo, se han utilizado con éxito los PIJs para
la dispensación de vacunas a los usuarios de drogas (Stancliff
et al., 2000).
Por otro lado, también se ha demostrado que este tipo
de Programas no aumentan el uso de drogas entre sus participantes
(Vlahov y Junge, 1998) permitiendo el contacto con poblaciones
ocultas de usuarios de drogas que por su momento personal de
cambio no se plantean aún otro tipo de programas.
Sin embargo, algunos estudios encuentran que existen grupos
de personas que, a pesar de utilizar los servicios de los PIJs,
continúan realizando comportamientos de riesgo. Estos
estudios señalan la importancia de mantener los programas
de prevención y de insistir en la educación de
los usuarios de drogas como "agentes de salud" para
cambiar las normas grupales y prevenir la transmisión
de las infecciones a las nuevas generaciones (Paone et al.,
1997; van Ameijden y Coutinho, 1998).
2) Los "Talleres de Consumo de Menos Riesgo" (TCMR)
dirigidos a proporcionar educación sanitaria a los usuarios
de drogas que se pueden llevar a cabo tanto en los centros específicos
de atención a usuarios, como en otros dispositivos y
agentes comunitarios que trabajan con estas poblaciones.
En estos talleres se trabaja fundamentalmente sobre los riesgos
asociados a las conductas, definiendo los más generales
(dónde se consume, cuánto se consume, con quién
se hace, etc.) y analizando cómo se le presentan al sujeto,
siempre son imprevistos, irremediables y determinados por la
presión social. Se insiste en eliminar el concepto de
irremediabilidad ya que al ser dependientes de la conducta,
siempre el sujeto los puede evitar y/o disminuir.
Además de la información necesaria para conocer
los riesgos que se asocian a cada sustancia y a sus vías
de consumo, se informa sobre las estrategias de inyección
segura, haciendo hincapié en aquellas variables que van
más allá de la información y que van a
determinar la conducta (Insúa, 1999).
Se tiene en cuenta el momento de cambio personal de los sujetos
para proponer cambios acordes a la fase en la que se encuentren
y evitar así objetivos inalcanzables por el momento que
generan una importante sensación de fracaso y dificultan
el cambio en el futuro. Se utilizan los balances decisionales
para potenciar la reflexión y el análisis de las
ventajas y desventajas de una determinada conducta en los distintos
momentos del proceso de cambio.
Estos Talleres se realizan para usuarios de distintas sustancias:
heroína, cocaína, anfetaminas, éxtasis,
alcohol, etc. Actualmente el alcohol aparece sistemáticamente
asociado al uso de otras sustancias por lo que es conveniente
que todos los programas de reducción de riesgos y daños
afronten el uso de alcohol (Single, 1997; Thom et al., 1997).
3) Los "Talleres de detección y actuación
frente a una sobredosis" pueden integrarse en los TCMRs
o pueden realizarse como programas separados. En ellos se enseña
a los usuarios de drogas a prevenir la sobredosis de distintas
sustancias, pero también a reconocer y a actuar frente
a una sobredosis que presencien. En estos Talleres se incluye
el entrenamiento en reanimación cardio-pulmonar (RCP)
y la educación sobre la utilización de naloxona
por parte de los usuarios para revertir la sobredosis de opiáceos.
Asimismo también se incluye información sobre
aquellos factores que, en general, van a facilitar el episodio
de sobredosis: uso múltiple y combinado de drogas (especialmente
depresoras del SNC como alcohol, benzodiacepinas y opiáceos)
y vía endovenosa de consumo.
Grupos diana para la realización de estas intervenciones,
son aquellos sujetos que ya han sufrido algún episodio
de sobredosis y aquellos que vuelven a la comunidad después
de haber perdido la tolerancia a los opiáceos (como los
sujetos que salen de prisión o de un programa de tratamiento),
aunque la idoneidad de la dispensación de naloxona a
los usuarios de drogas para utilizarla como prevención
de sobredosis, es controvertida (Darke y Hall, 1997; Strang
et al., 1996)
4) Las "Injecting Rooms" o habitaciones de inyección
de menos riesgo, también llamadas narcosalas, habitaciones
de salud y "chutaderos legales", están diseñadas
para reducir los problemas de salud y de orden público
asociados al uso ilegal de drogas inyectadas. En muchos lugares,
estas habitaciones están consideradas establecimientos
sanitarios que permiten una mayor regulación de determinados
programas. Así, se pueden realizar en ellas otros programas
de reducción de daños como PIJs, talleres de detección
y actuación frente a la sobredosis, programas de sexo
más seguro, etc.
Clásicamente, en estas habitaciones se ofrece al usuario
un equipo de inyección estéril, información
sobre drogas y cuidados de salud y acceso al equipo médico.
Algunas ofrecen también asesoramiento sobre tratamientos
e higiene, ya que suelen estar en contacto con poblaciones muy
depauperadas e itinerantes.
La evaluación disponible sobre el uso de estas salas,
encuentra una disminución en los daños y riesgos
relacionados con la inyección, incluyendo absesos, sobredosis
y transmisión de infecciones. También señalan
un decremento de los problemas de orden público asociados
al uso ilícito de drogas, incluyendo la disminución
del abandono de jeringuillas y el uso de sustancias en lugares
públicos. Asimismo, parece darse un trasvase de usuarios
hacia otros dispositivos de tratamiento.
De acuerdo con la literatura disponible las salas de inyección
segura deben ser implementadas en lugares concretos (aquellos
donde abunda el uso público de drogas) y deben tener
una normas de funcionamiento claras y estrictas no sólo
con respecto a la ausencia de violencia y de tráfico
de sustancias en ellas, sino también con respecto a la
inyección. Así, el usuario debe lavarse las manos
al entrar a la sala y limpiar su lugar de inyección después
de ésta. No se permite fumar en la sala de inyección
y muchos centros tienen un tiempo límite máximo
de 30 o 60 minutos de permanencia. En algunas salas, se permite
al usuario solo una inyección por visita y no se permite
a los miembros del equipo ayudar a inyectarse a los clientes
(Dolan y Wodak, 1996).
e) Programas de promoción de sexo más seguro:
Distintos estudios han demostrado que los PIJs no tienen prácticamente
ninguna incidencia en el uso de preservativo por parte de las
poblaciones que acuden a ellos (Singer, 1997; Longshore, Annon
y Anglin, 1998). Lo único que esto quiere decir -y se
especifica adecuadamente en los estudios citados- es que la
conducta de inyección y la conducta sexual son dos conductas
distintas, que ponen en juego variables distintas a la hora
de su modificación.
Esto puede parecer una perogrullada, pero pretender que un
programa diseñado para hacer frente a las conductas de
riesgo de inyección también consiga el cambio
en las conductas sexuales de riesgo es una perogrullada mayor.
En otros trabajos hemos insistido en la necesidad de poner
en marcha programas específicos diseñados para
los objetivos que se pretenden conseguir y para las poblaciones
en las que se pretende incidir, y hemos insistido también
en la necesidad de evaluar estos programas para valorar proceso
e impacto de los mismos (Insúa, 1999; Insúa y
Grijalvo, 1999; Grijalvo, Insúa e Iruin, 2000; Insúa
y Moncada, 2000a; 2000b).
Los Programas de sexo más seguro, que adoptan preferentemente
la forma de Talleres de sexo más seguro (TSMS) y trabajan
desde la perspectiva grupal, proporcionan educación sanitaria
sobre sexualidad y prevención y tienen como objetivo
cambiar la conducta sexual de riesgo por una conducta sexual
segura. Con este propósito, se organiza un Taller en
5 ó 6 sesiones de dos horas aproximadamente (se ha comprobado
que un TSMS eficaz tiene alrededor de 10 horas de duración),
en las que se trabajan los conocimientos, las creencias, las
actitudes y la conducta sexual, haciendo hincapié en
aquellas variables que van a determinar la utilización
o no del preservativo y que no tienen que ver con la información
que tenga el sujeto sobre la necesidad de usarlo.
Sabemos que hoy en día, la información está
dada. Los conocimientos han llegado a un nivel alto tanto en
la población general como entre los UDIs y sin embargo,
no tienen correlación con el uso sistemático del
preservativo en las relaciones sexuales. De hecho, no llegan
al 30% las personas que lo utilizan siempre. Evidentemente otras
son las cuestiones que van a dificultar la puesta en marcha
de la conducta preventiva, cuestiones que tienen que ver con
la preocupación por la salud, la percepción de
riesgo, la percepción de las consecuencias de la conducta,
la anticipación de la conducta sexual, la autoeficacia,
la asertividad y las habilidades de comunicación, la
norma subjetiva y la norma social, la actitud hacia las medidas
preventivas y el uso de alcohol y otras drogas (Insúa,
1999).
Todos los autores están de acuerdo en que la educación
sobre las conductas de riesgo con los UDIs debe focalizarse
tanto en los riesgos implicados en las conductas de inyección,
como en los riesgos implicados en las conductas sexuales y que
es un error pensar que el cambio en una conducta va a llevar
automáticamente al cambio en la otra.
Todos estos programas deben ser contrastados y evaluados para
poder medir impacto y proceso.
La necesidad de evaluar los Programas que se ponen en marcha
es, hoy por hoy, insoslayable, y es tan importante analizar
el grado en el cual la intervención ha conseguido sus
objetivos a corto plazo, como evaluar su impacto a largo plazo
sobre la comunidad.
Por otro lado, también es necesario conocer la calidad
de los Programas valorando cómo de bien se han realizado
y cuáles de sus aspectos estructurales son mejorables.
Ambas facetas de la evaluación van a ser fundamentales
para comparar las distintas intervenciones, replicarlas y modificarlas
maximizando los beneficios con respecto a los costes y rentabilizando
recursos y energías (Mantell, DiVittis, y Auerbach, 1997).
3.- Contextos de intervención de los Programas
de Reducción de Riesgos y Daños asociados:
En algunas ocasiones, los PRRD se han incorporado en los propios
servicios de atención a drogodependientes que han posibilitado
la formación de sus profesionales y/o han adaptado sus
estructuras para realizarlos. Otras, ante la necesidad de que
las medidas preventivas lleguen al máximo número
de consumidores de drogas, se han desarrollado sobre el terreno
en el que se encuentran los UDIs con equipos móviles que
realizan intervenciones orientadas a las necesidades de la comunidad
y dentro de ésta.
El acercamiento (outreach) es un método inspirado en
la educación sanitaria y en los servicios de salud y sociales
dirigidos a poblaciones marginales, fundamentado en las intervenciones
comunitarias y etnográficas. La característica esencial
es que realizan su trabajo en el terreno de otros. Estos terrenos
pueden ser aquellos en los que se suelen mover los usuarios, los
de otras instituciones o servicios, o los de sus amigos y familiares.
Se trata pues de una estrategia de búsqueda, a diferencia
de los modelos de espera más clásicos.
En este tipo de programas es importante involucrar a miembros
claves del grupo de consumidores de drogas en las iniciativas
e intervenciones específicas (Friedman et al., 1990; Insúa
et al, 1993; Insúa, 1996). Se trataría de estimular
un sistema de trabajo de "abajo a arriba" (de los usuarios
a los técnicos) y de apoyo y participación de los
pares, como sucede, por ejemplo, en las intervenciones tipo "boule
de neige", ya que se ha demostrado que los programas que
utilizan pares tienen mayor impacto que aquellos que no los utilizan,
tanto en poblaciones "normalizadas" (por ejemplo, jóvenes
escolarizados) como en poblaciones ocultas, siendo éste
el caso de muchos de los usuarios de drogas.
Por tanto, desde un punto de vista teórico podríamos
considerar el contexto institucional y el medio abierto como claramente
diferenciados. Pertenecen al contexto institucional las actividades
de acercamiento a usuarios de drogas que se han venido implementando
en hospitales, prisiones, albergues, centros de salud mental,
PIJs (en centros fijos o en farmacias), colegios, etc.
Sin embargo, el trabajo cotidiano de muchos equipos hace ver que
esta diferenciación de contextos no tiene una traducción
práctica tan delimitada. Así, centros de atención
a drogodependientes extienden su acción a la calle para
contactar con consumidores y conocer sus "realidades"
y algunas asociaciones que intervienen en barrios complementan
los contactos en medio abierto con algunas actividades en el local
que les sirve de sede y en el que propician el encuentro con profesionales
de diferentes áreas, ajustándose al interés
y necesidades de los consumidores.
Por medio abierto nos referimos a los escenarios o espacios
comunitarios frecuentados por las poblaciones diana y en los que
se dan las condiciones objetivas adecuadas para el contacto y
la prestación de servicios. Se delimita el escenario en
función del colectivo con el que se pretende contactar
y de la oportunidad y aceptación de la intervención
en el mismo. Los poblados o zonas de venta de drogas, los puntos
en los que se reúnen para consumir o "chutaderos",
bares o locales, las zonas donde viven y deambulan, las zonas
de prostitución callejera en grandes ciudades, las discotecas,
los conciertos, las tiendas con una estética determinada
de música o de ropa, etc., son algunos de estos espacios.
Con respecto a los programas de formación continuada
para los profesionales que trabajan con usuarios de drogas y que
se enmarcan en el modelo de reducción de los riesgos y
daños asociados, podemos citar aquellos que han adoptado
el formato de formación de formadores (Insúa y Moncada,
2000a; 2000b) y aquellos estructurados como grupos de reflexión
puestos en marcha desde dispositivos de atención especializados
para los profesionales sanitarios (Mendezona y Grijalvo, 1994;
Insúa y Grijalvo, 1999).
4.- Conclusiones
Desde que se acepta el concepto de reducción de riesgos
como alternativa a los modelos moralista y médico del uso
de sustancias psicoactivas, se ha pasado por distintos estadios.
El primero fue la articulación de intervenciones de salud
pública para el uso de drogas legales (alcohol, tabaco,
psicofármacos) y la dispensación de metadona para
los adictos a opiáceos. El segundo, construido sobre las
lecciones de salud pública de otras enfermedades infecciosas,
se focaliza en las drogas ilícitas y en la importancia
de formar a los profesionales sanitarios ("formar a los formadores")
y diseñar estrategias específicas para la prevención
de la transmisión del VIH entre los usuarios de drogas
inyectadas.
Se han señalado los Programas y acciones concretas que
se enmarcan dentro del constructo "reducción de riesgos
y daños asociados al consumo de sustancias", algunos
de los cuáles están ampliamente desarrollados, mientras
que otros todavía en estados incipientes despiertan recelos
entre políticos, sanitarios y población general.
Pensamos que es necesario presentar una oferta plural, jerárquica
e integrada de Programas de intervención que permita trabajar
en los distintos momentos del proceso de cambio de los sujetos
y a distintos niveles: individual, grupal, social y político.
Pensamos que es necesario también potenciar la evaluación
de estos Programas de cara a desarrollar intervenciones eficaces,
efectivas y eficientes adaptando los recursos a la demanda y no
a la inversa.
Asimismo, deberíamos considerar el giro hacia una perspectiva
integrada de salud pública en la convergencia de aproximaciones
para drogas lícitas e ilícitas. Esta idea está
en relación con la necesidad de hacer hincapié no
tanto en los efectos de las sustancias sino en los riesgos asumidos
por los sujetos cuando utilizan las sustancias. Así, los
riesgos van a ser valorables en términos de cantidad (dosis,
frecuencia, potencia de la sustancia, consumo de otras sustancias
del mismo grupo, potenciación de efectos, etc.) y en términos
de calidad (acceso a la sustancia, vía de administración,
cuidados posteriores al consumo, estados subjetivos, policonsumo,
etc.) y las intervenciones deben orientarse a disminuir esos riesgos
asociados a la conducta de uso, enseñando al sujeto a conocerlos
y aportándole la convicción de que puede controlarlos
y cambiar su conducta.
Por otro lado, y aunque en la mayoría de los países
los programas de reducción de riesgos y daños asociados
a la conducta se han desarrollado prioritariamente en torno al
consumo de drogas inyectadas, su campo de acción es más
amplio y su metodología es aplicable a diversos tipos de
riesgos y a distintas patologías (Riley et al., 1999).
Existen estudios sobre su aplicación en la dependencia
de alcohol (Single, 1997; Thom et al., 1997); la dependencia de
tabaco (McNeill y White, 1998) y los trastornos de la alimentación
(Grijalvo et al, 2000) y consideramos a esta filosofía
de trabajo como el marco conceptual fundamental en el que se deben
apoyar las estrategias de intervención futuras en los trastornos
mentales.
Coincidimos con Erikson (1999) en que la evolución del
paradigma y el éxito de la reducción de riesgos
como un concepto unificado depende de sus intervenciones innovadoras
y de la cuidadosa evaluación de su efectividad en distintos
contextos.
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